Mars attacks!
La disputa en la Asamblea General de Estados Marcianos era tan vieja como la propia institución, y nunca se había resuelto. Los partidarios de arrasar la Tierra con su impresionante flota estelar siempre eran neutralizados por aquellos que se oponían a ello. Los argumentos de los primeros no eran pocos, ni pequeños. Bastaba con echar un vistazo al planeta azul para comprobar el comportamiento de la raza humana, mezquino y autodestructivo. Pero el bando no beligerante siempre aducía razones de peso. En realidad, los terráqueos no suponían ningún peligro, excepto para sí mismos y para su planeta. Su tecnología, a años luz de la marciana, impedía que pudiesen siquiera sospechar de la existencia de vida inteligente en su propio sistema solar. Y los inconvenientes que causaban fuera de su atmósfera eran incómodos pero poco dañinos: sus toneladas de chatarra desperdigadas por el espacio, y sus rudimentarias sondas investigadoras, fácilmente manipulables.
Un hecho cambió este equilibrio, y los no beligerantes tuvieron que admitir que los terráqueos debían ser fulminados. Habían sobrepasado el límite. Un hecho que suponía el fin de la paz en el espacio.
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