lunes, 12 de julio de 2010

España, campeona del mundo: de héroes, triunfos e iconografías

Que no me gusta, entiendo ni sé de fútbol es un hecho público y notorio. Tengo 37 años y hará dos o tres (desde la Eurocopa probablemente) que por fin comprendí en qué consistía el fuera de juego. Sé que según la teoría de Sebas Fernández, esto es sólo pose gafapastosa por mi parte y en realidad escucho El Larguero todas las noches, pero permitidme que sea fiel a mi imagen personal y me siga definiendo como a-futbolero (y anti-futbolero en ocasiones). Lo que no sabe Sebas es que arrastro una maldición terrible: pese a no disfrutar del espectáculo, la Selección Española sólo gana cuando yo veo el partido. Comprenderéis la responsabilidad que esto supone, y sabréis perdonar, espero, que me quedara a dormir la siesta en cama cuando el partido de Suiza. Esto no es una hipótesis, sino un hecho contrastado desde la pasada Eurocopa, tan cierto como la necesidad de los supervivientes de Perdidos de teclear los numeritos cada cierto tiempo para que la isla no estalle. Al menos parece que la maldición no funciona en partidos amistosos y de clasificación, y Casillas y sus muchachos me liberan de mi pesada carga en estas ocasiones.

Pero hoy no he venido a hablar de fútbol, sino de héroes, iconos… de búsqueda de la identidad incluso. Al final tengo que agradecer a mi maldición personal el haber asistido a uno de esos espectáculos más grandes que la vida, en los que la realidad se revela como una gran guionista de folletín (ya sabéis: aventuras, acción, riesgo, superación y cierto romanticismo). Ayer la final del mundial fue algo más que un partido de fútbol, desencadenando emociones que funcionaban en diversos registros.

¿Qué tuvo de especial? Que fue un perfecto guión hollywoodiense de los ochenta, representado con una eficacia narrativa que para sí quisieran Kasdan o Lumet. Analicemos el reparto: una banda de tirillas de barrio, gente de la que ves a porrillo jugando al fútbol sala los miércoles por la noche tras salir del tajo o de la fábrica, que no han perdido su humildad ni su humanidad, se enfrentan al equipo de “los malos”, una banda de abusones dispuestos a utilizar cualquier táctica para lograr la victoria. Incluso su imagen respondía a este tópico visual. He aquí la primera identificación: ambos equipos jugaron un rol muy determinado en su encuentro, y aquí empezaron a activarse los clichés del inconsciente colectivo que tenemos grabados a fuego por nuestra cinematografía. Repasadlo: no falta ninguno. Tenemos al mentor afable, a Obi Wan Kenobi, enseñando paciencia y control de la Fuerza a sus jóvenes padawans. Tenemos a unos sufridos héroes con la suerte en contra, con un árbitro que permite a los matones excederse. Y un historial de derrotas que hacen de La Roja la selección looser por antonomasia, atávica víctima de errores arbitrales, rondas de penalties malogradas y desencantos sin cuento.

Os voy a decir porqué el gol de Iniesta levantó del asiento no ya a la gente de España, sino a casi cualquier espectador que no sintiera afinidad por los chicos de la Cuenta Naranja. Tras más de 100 minutos de partido, los referentes simbólicos estaban muy claros: Andrés Iniesta era el puto Luke Skywalker destruyendo la Estrella de la Muerte, y así fue decodificada la escena por millones de espectadores.

La película de ayer la hemos visto unas cuantas veces: es la Guerra de las Galaxias, Top Gun, Karate Kid. Los buenos, con todo en contra, vencen a los malos. Y no importa lo verídico, justo o injusto de la apreciación: eso fue lo que vimos.

Y claro, qué mejor colofón de película que el beso final entre un protagonista destacado (el capitán) y “la chica”, como eclosión de una relación sublimada durante toda la contienda, con rasgos que nos remiten a las novelas de caballerías y al amor cortés: Lanzarote del Lago, finalmente, reclama su premio tras el torneo.

Hoy millones de adolescentes se reenvían con frenesí digital el vídeo del beso a través de Tuenti o Facebook, sin saber que están programados para emocionarse con todo esto. Ya han visto la película, y ahora la vida real va y la supera.