Tal día como hoy pero en 1936, un grupo terrorista nacionalista –como ETA, pero mejor vestidos- tomó el poder en nuestro país. Como consecuencia Francisco, el jefe de la Banda, usurpó la jefatura del Estado hasta el fin de sus días, casi 40 años después. El resultado más evidente fue el desmantelamiento y la destrucción de España tal y como la conocíamos, o como la hubiésemos podido conocer. Un estado que, una vez superadas las tensiones producidas por las ideologías extremas de principios de siglo, se habría configurado como complejo y abierto, con diferentes sensibilidades nacionales, laico, democrático y con una de las legislaciones más modernas de Europa, se convirtió en su propia caricatura: un país en el que cualquier demócrata era enemigo de la patria, en el que la diferencia quedaba proscrita y en el que la religión, en su versión más folclórica y farisea, regresaba a primer plano –pese a la blasfemia permanente del líder terrorista, autoproclamado jefe del estado por la “gracia de Dios”-. En definitiva, un delirio de mundo al revés en el que los criminales de lesa traición se llamaban a sí mismos patriotas y los leales al gobierno y a España eran tratados como delincuentes. Los errores y crímenes del otro bando se convirtieron en abyecto pecado y vileza en grado sumo. Los errores y crímenes propios, en actos de heroísmo.
En el fondo todas las doctrinas nacionalistas albergan en su inconsciente profundo un principio parecido: “ama a la patria, y a los que viven en ella que les den; si se ponen tontos, fusílalos”. Y también como todos los grupos terroristas –ojo: se puede y se debe ser nacionalista sin ser terrorista, por supuesto-, la banda de Francisco tenía un brazo político y una cobertura ideológica que funcionaba a base de convertir lo blanco en negro. Así pues durante cuatro décadas se mantuvo a los contrarios pidiendo disculpas por creer en otra España, tal vez federal, por creer en la separación entre Estado e Iglesia, por creer en la igualdad de hombres y mujeres, por creer que puede haber un entendimiento entre los pueblos de España sin necesidad de convertir Barcelona en una sucursal de Madrid y por creer que aquí cada cual puede hablar en la lengua de sus padres y no pasa nada, que España no se rompe porque no es tan frágil como piensan los que la tienen todo el día en la boca.
Tras la muerte del capo la banda se desarticuló y, más por vergüenza de su imagen bananera que por arrepentimiento sincero, los terroristas –que se habían beneficiado de una amnistía total y sin reservas- y sus adláteres políticos se dedicaron unos años a mirar al cielo de lado y silbar. Pero ahí no se acabó su historia. Los más listos se disfrazaron y descubrieron que la política era una buena profesión en la que forrarse. Otros simplemente se fueron a sus casas a esperar el día en que, de una forma u otra, impondrían su morboso orden a esa otra mitad de España que tanto odiaban.
Al fin y al cabo sus excolegas, los camaleones forrados, como buenos quintacolumnistas de la democracia ya les echarían una mano.